el gesto
lo que sustenta la vida
Al comenzar a caminar el camino,
el camino aparece.
R U M I
Me fui a dormir la siesta a la playa. Me pesaba el día porque pesaban mis pensamientos. El sol colabora en derretirlos aunque algunos parecen estar blindados. De pronto me dormí unos minutos con un libro de Lispector sobre mi pecho. Tenía intenciones de leer pero muy poca energía para sostener palabras. Así que elegí soltar mis ojos y dejarme abrazar por el sol. Al cabo de un rato, en medio del sueño y la vigilia me di cuenta de que estaba viendo formas brillantes como fractales circulares que se abrían iridiscentes sobre mí. Cuando supe que no estaba dormida interpreté que aquello podría ser producto del sol atravesando mis ojos entrecerrados. Jugué un rato con esas luces que comenzaron a volverse azules, violetas y plateadas. Eran realmente hermosas.
Cuando me cansé del juego cerré los ojos y volví a la sombra. Estaba inquieta. No sabía si esto de salir había sido o no buena idea. Había caminantes en la playa. Algunos pescaban, otros jugaban a la pelota o paseaban a sus perros. Escaneé mi entorno un momento para volver a mi posición horizontal con una actualización del control sobre lo que estaba sucediendo. ¿Control sobre qué? Ni siquiera yo lo sé. Pero es un espasmo que, de tanto en tanto, cuando estoy en espacios públicos se activa de forma automática. Luego del chequeo externo volví a mi espacio interior. Acomodé mi cabeza y luego de taparme el rostro con los manos, abrí los ojos en busca del cielo que estallaba en un celeste violáceo. Me encontré con la luna creciente, allá en lo alto. Bien alto. Me conmoví y sonreí de asombro. Y me pregunté si mis ganas de ir siempre más allá (como quien quiere llegar a esa luna) no tendría más que ver con lo que se despliega en el camino que con el destino premeditado. Entonces pensé:- estar sola tiene cierto encanto. En momentos como este, amo profundamente la consciencia que me devuelven algunos de mis pensamientos.
Inmediatamente después de aquel diálogo interior, apareció un hombre frente a mí extendiendo sus manos ofreciéndome algo. Me incorporé y saqué los ariculares de mis orejas disculpándome por no haberlo escuchado. Y me dijo: - con razón, ¡qué boludo! Yo te gritaba: “princesa, princesa”, desde allá. No me ibas a escuchar nunca.
Ambos nos reímos. Y acto seguido exclamó: -Abrí las manos. Tomá- dijo, como quien da sin pedir nada a cambio.
Tímidamente y con cierta inquietud solté el libro y abrí mis manos que formaron una vasija brillante y salpicada de arena. Mientras lo hacía pude escuchar las voces incómodas que me preguntaban por qué estaba recibiendo aquello si no había hecho nada para eso. No las juzgué pero les ordené silencio.
Una lluvia de infancia blanca comenzó a caer entre mis dedos. Y esa parte de mí que sabe sin necesidad de razonar, se reía por lo bajo. Fue una risa cómplice con una fuerza de la que aun no soy consciente.
El hombre se despidió con la misma simpatía con la que se acercó a mí. Tomó su carro y continuó su trayecto por la playa. De pronto me vi con un puñado de pochoclos en las manos frente al mar y en medio de una asamblea interior que había comenzado cuando decidí salir a caminar y correr los bordes de mi mente.
En ese instante supe que estaba siendo espectadora directa de mi propia película.
Dios bendiga a aquel hombre que catalizó ese salto dentro de mí.
M a r í a v e.



Esta es la primera vez que te leo, y lo he disfrutado muchísimo. Tu relato se siente vivo, y me ha llegado. Gracias.